sábado, 26 de abril de 2014

Caer. Enamorarse.


Me caí. Otra vez me caí. Desde hace algo como cuatro años me caigo unas dos veces por año, sin embargo, la de anoche ha sido sin duda alguna la más aparatosa  y la –no sé cómo más decirlo- sanguinolenta de todas mis caídas. Fue solo comparable a esos terribles raspones que te haces cuando eres un niño y vas por el mundo sin medir los riesgos de nada. Yo de niña, se diría que muy poco, pronto voy a cumplir treinta un años pero al parecer sigo siendo incapaz de medir riesgos. Los espacios no son lo mío, mi cerebro puede presentarme una fácil distancia de tres metros, pero lo que en realidad tenemos, son escasos 50 centímetros, siempre he relacionado esta dificultad con mi imposibilidad de ver la realidad, de entenderla adecuadamente, como el resto (o al menos la mayoría) de la humanidad. No sabría decirles cuántas veces ya me he tropezado con una puerta cerrada, a veces con la misma puerta cerrada, no la veo o como algunos bien me dicen, no la quiero ver.

Anoche al caer, una de las personas que me ayudo a levantarme me pregunto: -Estás enferma?- No.- Le respondí. –Soy torpe, no es más.-
Terriblemente torpe. Una torpeza que se extiende a varias instancias de mi vida, como por ejemplo mis ataques de verborrea que me hacen en ocasiones olvidar la prudencia y encanto de las señoritas pausadas y recatadas. O por ejemplo, esa que me hace definir las prioridades en mi vida y poner por encima de todo la creación de la ficción. Pero sin duda el campo donde prevalece mi torpeza de forma estelar, es cómo ya se imaginarán ustedes, en el amor. Nunca he tenido un poco de atino ni en la elección ni en las situaciones, siempre voy hacía aquel chico que considero (en mi torpeza) adecuado y siempre digo las cosas más absurdas que se le puedan ocurrir a alguien para una primera conversación. Y bueno, la otra instancia estelar digamos es el manejo de mi cuerpo y mi constante acto de caer.

 La primera de las caídas memorables, fue en Marsella hace unos cuatro años, a finales de julio, en un verano encantador lleno de brisa y gaviotas. Había salido de comprarme un libro en Maupetit, una librería de la Canebiere, tomé un velolib (las ciclas de transporte público que te alquilan por una muy módica suma para moverte por la ciudad) y empecé a pedalear por la Rue de Rome, de pronto el semáforo cambió frene y trate de poner el pie en el andén (soy de muy baja estatura y no alcanzaba a poner los pies sobre el suelo) solo que no había anden y perdí el equilibrio sobre la bicicleta. Caí de lado y me raspé la rodilla derecha, mi principió fue levantarme airosa y seguir la marcha (ya no sobre la cicla), pude hacerlo hasta que una mujer en la calle me detuvo para advertirme que estaba sangrando. El raspón había sido más profundo de lo que quise creer.

La segunda caída memorable, también en Marsella, ocurrió dos años después, solo que en primavera, después del cumpleaños de mi amiga Clau, un 24 de Abril. También iba pedaleando, solo que esta vez, llevaba unas dos cervezas en la cabeza. No estaba borracha, pero supongo que tengo que anotarlo en honor a la verdad. En realidad me caí porque trataba de esquivar los rieles del tranvía, ya que conocía varias víctimas fatales de sus artimañas. Me raspe la misma rodilla derecha, no hubo tanta sangre, pero la recuerdo mucho, porque el que me ayudo a levantar fue un SDF (persona sin domicilio fijo) que se veía aterrador, pero que sin embargo fue muy amable.

La tercera caída memorable, tiene un dato onírico, digamos. Dos noches antes había soñado que viajaba a visitar mi familia a Colombia, durante un paseo alguien me daba un tiro en la rodilla izquierda, cuando yo comenzaba a llorar mi mamá me advertía que no fuera tan melindrosa y se ponía rápidamente a sacarme la bala de la rodilla, como si estuviera sacándome una piedra insertada, la visión fue impresionante. Al día siguiente llegué al trabajo a contarles mi sueño y al día siguiente llegué con la rodilla derecha goteando sangre, mis amigas me miraron anonadadas. Me había caído siguiendo bus que apenas salía de la parada, también durante un verano.

Hace algo como un mes, ya aquí en Bogotá, saliendo del trabajo me encontré con mi amiga Laura, no lo habíamos planeado y nos dio mucho gusto ese gesto del azar, empezamos a caminar hacia el norte y nos sentamos en el parque nacional a hablar de lo mismo de siempre: nuestros enamoramientos tontos. Después decidimos ir a tomar algo y pasando la calle 39, me fui de bruces, de jeta contra el planeta. No está muy claro el suceso, el tobillo dudo, se torció y me raspe la siempre tradicional rodilla derecha. Nada dramático, una costra de una semana y ya está.

Hasta la caída de anoche, que fue estrepitosa y sangrienta, pero nada tan grave como para haber salido al hospital. Eran las diez de la noche de un viernes, iba caminando a atravesar la calle 59 sobre la séptima. En Bogotá ese es un lugar muy concurrido por su proliferación de bares y es muy normal encontrar estudiantes y jóvenes y a decir verdad gentes de toda índole, paseándose de norte a sur buscando el sitio ideal para pasar la velada, la noche, la jinchera. No sé qué pasó, sé que no me tropecé, sé que no se me enredaron los pies, solo recuerdo haber sentido que mis piernas flaquearon, trate de mantener airosa el equilibrio pero ya era demasiado tarde y solo me quedo caerme, con ambas rodillas al piso y las manos haciendo lo que pudieron para salvar el rostro. Trate de sentarme y ver qué había pasado, trate sobre todo de contener las lágrimas, estaba en esas cuando la gente se empezó a agolpar a mi alrededor y a preguntarme que había pasado. Dos chicas me ayudaron a levantarme y un hombre me dijo que ya no bebiera más que la noche había terminado para mí. –No, no tomé nada.- Era cierto, acaba de salir de un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, este fue sin duda exaltador, inspirador, etc, pero nada como para decir que yo me había embriagado tanto que forzosamente hubiera tenido que terminar abrazando el piso. Y sin embargo así fue. Las medias rotas, las rodillas sangrantes, una mano raspada, la otra abierta, mucho dolor, muchas, muchísimas ganas de llorar.

Una vez pude empezar, una vez pudieron las lágrimas correr, ya no paré. Empecé a recordar todas mis caídas, me dí cuenta de que mi canción favorita de estos días se llama “The fall”, es una canción de un dúo llamado Rhye, cuya música me parece una puerta para salir de aquí y quedarme un rato –uno que me gustaría extender ilimitadamente- en otra parte.



The song is gone
Fell into the fall
But I don't want it this way
Why can't you stay?

Hace tres años cuando caí de aquella cicla cerca a  los rieles del tranvía, mi banda sonora era “Bruises” de Chairlift. Estaba, sin remedio, enamorada de un chico por el cual, como dice la canción hacía y hacía maromas para que el nada viera y solo terminara yo llena de moretones.


I tried to do handstands for you
I tried to do headstands for you
Everytime I fell on you, yeah, everytime I fell
I tried to do handstands for you
But everytime I fell for you
I'm permanently black and blue, permanently blue for you.

Recordar estas sincronías, me recordó aquello que ya tan sabido es. En inglés como en francés el verbo enamorar, depende del verbo caer. “Fall in love”, “tomber amoureux”. En estas lenguas, para enamorarse hay que caerse. Las caídas reflejo de la torpeza, de la irracionalidad, creo yo, porque por más que trate de explicarme como he hecho para caer, no tengo explicaciones muy claras al respecto, no sé porque mis piernas flaquearon, no sé porque perdí la fuerza sobre el manubrio, no sé porque no veo las cosas. No elegimos las caídas, llegan aparatosas y molestas para hacernos sentir ridículos, indefensos y con los ojos llenos de lágrimas. No importa cuánto tratemos de vernos airosos y elegantes tras una caída, está siempre será ridícula y hasta graciosa para algunos. Tanto como lo es enamorarse, no hay muchas explicaciones, no hay argumentos válidos en nuestras elecciones, porque definitivamente no son nuestras elecciones, no elegimos a alguien con agenda en mano, con listado de preferencias en mano. Todo lo contrario, siempre es alguien remoto e insospechado. Sin duda, es el dios de la torpeza quien elige, el mismo que le ordena a mis piernas flaquear o mirar a ese que debí completamente ignorar.

No caigo enamorada tanto como me caigo en el piso. Sin embargo, como soy una romántica inexcusable, y como me gusta hallar sincronías en todos los hechos inconexos de la vida, he escrito esto, como para tratar de explicar un poco la insistencia de mi torpeza. Pienso entonces que en realidad, mis caídas amorosas, no han tenido mucho de caídas… Yo sí he elegido a esos mequetrefes (con todo el respeto que ustedes se merecen eminentes señores). Los busco entre una multitud y digo ¡Tú! Si tu allá! Ese, si, ese gafufo flacucho con cara de perdido, tu eres,  tu eres el que yo quiero. Es como si de alguna forma, eligiera una forma de caer digna de ser contada, una “novelable”. Como mis caídas que todas ameritan ser contadas. Pienso que me gusta mi torpeza, y que pese al dolor a mí me gusta caerme, en medio de una escena precisa para mí, pero incógnita para otros, solo para deleitarme escribiendo esto, pese a la ridiculez del hecho. Así de torpe soy.
Solo espero que no haya caídas fulminantes, que estas historias no incluyan hospitales, fracturas y escayolas. Solo espero caer enamorada, caer por la elección del dios de la torpeza y que ya no me deje ningún otro dios elegir a mí, que ya tanto me he equivocado.


Bueno, hora de la curación. Hasta pronto!

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