Me caí. Otra vez me caí. Desde hace algo como cuatro
años me caigo unas dos veces por año, sin embargo, la de anoche ha sido sin
duda alguna la más aparatosa y la –no sé
cómo más decirlo- sanguinolenta de todas mis caídas. Fue solo comparable a esos
terribles raspones que te haces cuando eres un niño y vas por el mundo sin
medir los riesgos de nada. Yo de niña, se diría que muy poco, pronto voy a
cumplir treinta un años pero al parecer sigo siendo incapaz de medir riesgos.
Los espacios no son lo mío, mi cerebro puede presentarme una fácil distancia de
tres metros, pero lo que en realidad tenemos, son escasos 50 centímetros,
siempre he relacionado esta dificultad con mi imposibilidad de ver la realidad,
de entenderla adecuadamente, como el resto (o al menos la mayoría) de la
humanidad. No sabría decirles cuántas veces ya me he tropezado con una puerta
cerrada, a veces con la misma puerta cerrada, no la veo o como algunos bien me
dicen, no la quiero ver.
Anoche al caer, una de las personas que me ayudo a
levantarme me pregunto: -Estás enferma?- No.- Le respondí. –Soy torpe, no es
más.-
Terriblemente torpe. Una torpeza que se extiende a
varias instancias de mi vida, como por ejemplo mis ataques de verborrea que me
hacen en ocasiones olvidar la prudencia y encanto de las señoritas pausadas y
recatadas. O por ejemplo, esa que me hace definir las prioridades en mi vida y
poner por encima de todo la creación de la ficción. Pero sin duda el campo
donde prevalece mi torpeza de forma estelar, es cómo ya se imaginarán ustedes,
en el amor. Nunca he tenido un poco de atino ni en la elección ni en las
situaciones, siempre voy hacía aquel chico que considero (en mi torpeza)
adecuado y siempre digo las cosas más absurdas que se le puedan ocurrir a
alguien para una primera conversación. Y bueno, la otra instancia estelar
digamos es el manejo de mi cuerpo y mi constante acto de caer.
La primera de
las caídas memorables, fue en Marsella hace unos cuatro años, a finales de
julio, en un verano encantador lleno de brisa y gaviotas. Había salido de
comprarme un libro en Maupetit, una librería de la Canebiere, tomé un velolib
(las ciclas de transporte público que te alquilan por una muy módica suma para moverte
por la ciudad) y empecé a pedalear por la Rue de Rome, de pronto el semáforo
cambió frene y trate de poner el pie en el andén (soy de muy baja estatura y no
alcanzaba a poner los pies sobre el suelo) solo que no había anden y perdí el
equilibrio sobre la bicicleta. Caí de lado y me raspé la rodilla derecha, mi principió
fue levantarme airosa y seguir la marcha (ya no sobre la cicla), pude hacerlo
hasta que una mujer en la calle me detuvo para advertirme que estaba sangrando.
El raspón había sido más profundo de lo que quise creer.
La segunda caída memorable, también en Marsella,
ocurrió dos años después, solo que en primavera, después del cumpleaños de mi
amiga Clau, un 24 de Abril. También iba pedaleando, solo que esta vez, llevaba
unas dos cervezas en la cabeza. No estaba borracha, pero supongo que tengo que
anotarlo en honor a la verdad. En realidad me caí porque trataba de esquivar
los rieles del tranvía, ya que conocía varias víctimas fatales de sus
artimañas. Me raspe la misma rodilla derecha, no hubo tanta sangre, pero la
recuerdo mucho, porque el que me ayudo a levantar fue un SDF (persona sin
domicilio fijo) que se veía aterrador, pero que sin embargo fue muy amable.
La tercera caída memorable, tiene un dato onírico,
digamos. Dos noches antes había soñado que viajaba a visitar mi familia a
Colombia, durante un paseo alguien me daba un tiro en la rodilla izquierda,
cuando yo comenzaba a llorar mi mamá me advertía que no fuera tan melindrosa y
se ponía rápidamente a sacarme la bala de la rodilla, como si estuviera sacándome
una piedra insertada, la visión fue impresionante. Al día siguiente llegué al
trabajo a contarles mi sueño y al día siguiente llegué con la rodilla derecha
goteando sangre, mis amigas me miraron anonadadas. Me había caído siguiendo bus
que apenas salía de la parada, también durante un verano.
Hace algo como un mes, ya aquí en Bogotá, saliendo del
trabajo me encontré con mi amiga Laura, no lo habíamos planeado y nos dio mucho
gusto ese gesto del azar, empezamos a caminar hacia el norte y nos sentamos en
el parque nacional a hablar de lo mismo de siempre: nuestros enamoramientos
tontos. Después decidimos ir a tomar algo y pasando la calle 39, me fui de
bruces, de jeta contra el planeta. No está muy claro el suceso, el tobillo
dudo, se torció y me raspe la siempre tradicional rodilla derecha. Nada dramático,
una costra de una semana y ya está.
Hasta la caída de anoche, que fue estrepitosa y sangrienta,
pero nada tan grave como para haber salido al hospital. Eran las diez de la
noche de un viernes, iba caminando a atravesar la calle 59 sobre la séptima. En
Bogotá ese es un lugar muy concurrido por su proliferación de bares y es muy
normal encontrar estudiantes y jóvenes y a decir verdad gentes de toda índole, paseándose
de norte a sur buscando el sitio ideal para pasar la velada, la noche, la jinchera.
No sé qué pasó, sé que no me tropecé, sé que no se me enredaron los pies, solo
recuerdo haber sentido que mis piernas flaquearon, trate de mantener airosa el equilibrio
pero ya era demasiado tarde y solo me quedo caerme, con ambas rodillas al piso
y las manos haciendo lo que pudieron para salvar el rostro. Trate de sentarme y
ver qué había pasado, trate sobre todo de contener las lágrimas, estaba en esas
cuando la gente se empezó a agolpar a mi alrededor y a preguntarme que había
pasado. Dos chicas me ayudaron a levantarme y un hombre me dijo que ya no
bebiera más que la noche había terminado para mí. –No, no tomé nada.- Era
cierto, acaba de salir de un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, este
fue sin duda exaltador, inspirador, etc, pero nada como para decir que yo me
había embriagado tanto que forzosamente hubiera tenido que terminar abrazando el
piso. Y sin embargo así fue. Las medias rotas, las rodillas sangrantes, una
mano raspada, la otra abierta, mucho dolor, muchas, muchísimas ganas de llorar.
Una vez pude empezar, una vez pudieron las lágrimas
correr, ya no paré. Empecé a recordar todas mis caídas, me dí cuenta de que mi
canción favorita de estos días se llama “The fall”, es una canción de un dúo
llamado Rhye, cuya música me parece una puerta para salir de aquí y quedarme un
rato –uno que me gustaría extender ilimitadamente- en otra parte.
The song is gone
Fell into the fall
But I don't want it this way
Why can't you
stay?
Hace tres años cuando caí de aquella cicla cerca a los rieles del tranvía, mi banda sonora era “Bruises”
de Chairlift. Estaba, sin remedio, enamorada de un chico por el cual, como dice
la canción hacía y hacía maromas para que el nada viera y solo terminara yo
llena de moretones.
I tried to do handstands for you
I tried to do headstands for you
Everytime I fell on you, yeah, everytime I fell
I tried to do handstands for you
But everytime I fell for you
I'm permanently black and blue, permanently blue for
you.
Recordar estas sincronías, me recordó aquello que ya
tan sabido es. En inglés como en francés el verbo enamorar, depende del verbo
caer. “Fall in love”, “tomber amoureux”. En estas lenguas, para enamorarse hay
que caerse. Las caídas reflejo de la torpeza, de la irracionalidad, creo yo,
porque por más que trate de explicarme como he hecho para caer, no tengo
explicaciones muy claras al respecto, no sé porque mis piernas flaquearon, no
sé porque perdí la fuerza sobre el manubrio, no sé porque no veo las cosas. No elegimos
las caídas, llegan aparatosas y molestas para hacernos sentir ridículos,
indefensos y con los ojos llenos de lágrimas. No importa cuánto tratemos de
vernos airosos y elegantes tras una caída, está siempre será ridícula y hasta
graciosa para algunos. Tanto como lo es enamorarse, no hay muchas
explicaciones, no hay argumentos válidos en nuestras elecciones, porque
definitivamente no son nuestras elecciones, no elegimos a alguien con agenda en
mano, con listado de preferencias en mano. Todo lo contrario, siempre es
alguien remoto e insospechado. Sin duda, es el dios de la torpeza quien elige,
el mismo que le ordena a mis piernas flaquear o mirar a ese que debí
completamente ignorar.
No caigo enamorada tanto como me caigo en el piso. Sin
embargo, como soy una romántica inexcusable, y como me gusta hallar sincronías
en todos los hechos inconexos de la vida, he escrito esto, como para tratar de
explicar un poco la insistencia de mi torpeza. Pienso entonces que en realidad,
mis caídas amorosas, no han tenido mucho de caídas… Yo sí he elegido a esos
mequetrefes (con todo el respeto que ustedes se merecen eminentes señores). Los
busco entre una multitud y digo ¡Tú! Si tu allá! Ese, si, ese gafufo flacucho
con cara de perdido, tu eres, tu eres el
que yo quiero. Es como si de alguna forma, eligiera una forma de caer digna de
ser contada, una “novelable”. Como mis caídas que todas ameritan ser contadas. Pienso
que me gusta mi torpeza, y que pese al dolor a mí me gusta caerme, en medio de
una escena precisa para mí, pero incógnita para otros, solo para deleitarme
escribiendo esto, pese a la ridiculez del hecho. Así de torpe soy.
Solo espero que no haya caídas fulminantes, que estas
historias no incluyan hospitales, fracturas y escayolas. Solo espero caer
enamorada, caer por la elección del dios de la torpeza y que ya no me deje
ningún otro dios elegir a mí, que ya tanto me he equivocado.
Bueno, hora de la curación. Hasta pronto!
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