martes, 3 de marzo de 2015

Regresar

(Este texto lo escribí el año pasado, cuando se cumplía mi aniversario del regreso. )


Varias cosas.

La primera: miseria y miserables hay en todas partes. Quizá porque las dos son inherentes a la condición humana, la primera por consecuencia de la segunda, supongo. No he encontrado explicaciones más extensas para la pobreza extrema, (que cuéstenos o no creerlo se encuentra en todas partes), que esa inmensa facultad humana de actuar miserablemente. Así que lo primero, es que no puedes diferenciar aquí de allá, por el grado de bienestar de vida o de bondad de la gente. Me gustaría decir que en mi país tenemos cierto un don de gentes, una calidez natural, un gusto por la vida, que en otras partes no. Pero eso no es cierto. Me gustaría culpar a unos de fríos, de ajenos, de groseros o cuadriculados. Pero eso tampoco es cierto.  Tampoco podré decir que aquí y allá las cosas sean las mismas, existe una infinidad de matices que imperceptibles a diario no hacen la diferencia, pero que juntos, tras algunos años, hacen que el salto se sienta abismal. Sin embargo, de la condición de humana no podré escapar nunca, por más que viaje porque esta como he dicho, se reproduce en espejos enormes en cada punto de este mundo.

Otra: El clima, la météo. Marsella era un paraíso azul, donde la luz tan intensa no se despegaba fácilmente de los muros, de la ropa o de la sonrisa de la gente que quería (que quiero). Aún en las noches, la luz estorbaba en pequeñas dimensiones la grandiosa oscuridad del cielo, las estrellas eran enormes y verdaderamente incontables, la luna era poderosa, saltarina y entrometida. Bogotá entrañada en Los Andes, parece encumbrada no afuera de la montaña, sino dentro de ella misma, como si al levantar la vista, no se pudiera nunca ver el cielo, sino el techo oscuro y verde de la montaña. Están además la bruma y la lluvia permanente que por momentos pueden transportar a los parajes siniestros de las pesadillas, o –y esto dependiendo siempre del ánimo del observador-  a los escenarios de los romances tipo, “Cumbres Borrascosas” o “Dracula”. Por momentos siento que Bogotá fue creada para sentarse a leer la literatura fantástica del siglo XIX. Claro, a veces el sol brilla, algunas veces se trata de un sol estorboso, picante y que indefectiblemente te dejara con la molesta sensación de bochorno; y otras se trata de un milagro, uno enorme que agradeces con el corazón.

Tercera: La montaña, el mar. Los dos colosales, imponentes. Dos amores, que al mirarlos me llenan, -llenaban- de la tranquila certeza de estar, simplemente viva. Pero sobre todo, la certeza de solo ser una ínfima extensión de algo tan magnífico que no puedo concebirlo. Una parte de un diente de un engranaje diminuto, eso soy yo. Los Andes y el Mediterráneo, me lo recuerdan, afortunadamente.

Está esta: La tranquilidad. En Bogotá no existe ya para mí tal cosa. 

Y esta: El trabajo real. En Marsella mi trabajo era una excusa para estudiar y vivir, un accesorio casi, uno que me hubiera gustado omitir muchas veces, porque en realidad no tenía nada que ver conmigo. En Bogotá, es un compromiso con mis convicciones vitales.

Una gruesa: Soledad e Independencia. Castigos y anhelos, necesidades urgentes y tristezas recurrentes. Pero de todo se aprende. Termina uno siempre adaptándose a las cosas más insólitas, y de repente te parece normal anhelar una familia (propia), una casa e hijitos, un compañero diligente y tanta cosa que siempre te fue tan ajeno soñar. Una mañana te miras aterrada al espejo y te preguntas si aún, debajo de tanta cosa, puedes decidir tomar otro avión, y ahora si regresar, a ese lugar al que aún ignoras pertenecer.


Eso no más, por ahora.

sábado, 26 de abril de 2014

Caer. Enamorarse.


Me caí. Otra vez me caí. Desde hace algo como cuatro años me caigo unas dos veces por año, sin embargo, la de anoche ha sido sin duda alguna la más aparatosa  y la –no sé cómo más decirlo- sanguinolenta de todas mis caídas. Fue solo comparable a esos terribles raspones que te haces cuando eres un niño y vas por el mundo sin medir los riesgos de nada. Yo de niña, se diría que muy poco, pronto voy a cumplir treinta un años pero al parecer sigo siendo incapaz de medir riesgos. Los espacios no son lo mío, mi cerebro puede presentarme una fácil distancia de tres metros, pero lo que en realidad tenemos, son escasos 50 centímetros, siempre he relacionado esta dificultad con mi imposibilidad de ver la realidad, de entenderla adecuadamente, como el resto (o al menos la mayoría) de la humanidad. No sabría decirles cuántas veces ya me he tropezado con una puerta cerrada, a veces con la misma puerta cerrada, no la veo o como algunos bien me dicen, no la quiero ver.

Anoche al caer, una de las personas que me ayudo a levantarme me pregunto: -Estás enferma?- No.- Le respondí. –Soy torpe, no es más.-
Terriblemente torpe. Una torpeza que se extiende a varias instancias de mi vida, como por ejemplo mis ataques de verborrea que me hacen en ocasiones olvidar la prudencia y encanto de las señoritas pausadas y recatadas. O por ejemplo, esa que me hace definir las prioridades en mi vida y poner por encima de todo la creación de la ficción. Pero sin duda el campo donde prevalece mi torpeza de forma estelar, es cómo ya se imaginarán ustedes, en el amor. Nunca he tenido un poco de atino ni en la elección ni en las situaciones, siempre voy hacía aquel chico que considero (en mi torpeza) adecuado y siempre digo las cosas más absurdas que se le puedan ocurrir a alguien para una primera conversación. Y bueno, la otra instancia estelar digamos es el manejo de mi cuerpo y mi constante acto de caer.

 La primera de las caídas memorables, fue en Marsella hace unos cuatro años, a finales de julio, en un verano encantador lleno de brisa y gaviotas. Había salido de comprarme un libro en Maupetit, una librería de la Canebiere, tomé un velolib (las ciclas de transporte público que te alquilan por una muy módica suma para moverte por la ciudad) y empecé a pedalear por la Rue de Rome, de pronto el semáforo cambió frene y trate de poner el pie en el andén (soy de muy baja estatura y no alcanzaba a poner los pies sobre el suelo) solo que no había anden y perdí el equilibrio sobre la bicicleta. Caí de lado y me raspé la rodilla derecha, mi principió fue levantarme airosa y seguir la marcha (ya no sobre la cicla), pude hacerlo hasta que una mujer en la calle me detuvo para advertirme que estaba sangrando. El raspón había sido más profundo de lo que quise creer.

La segunda caída memorable, también en Marsella, ocurrió dos años después, solo que en primavera, después del cumpleaños de mi amiga Clau, un 24 de Abril. También iba pedaleando, solo que esta vez, llevaba unas dos cervezas en la cabeza. No estaba borracha, pero supongo que tengo que anotarlo en honor a la verdad. En realidad me caí porque trataba de esquivar los rieles del tranvía, ya que conocía varias víctimas fatales de sus artimañas. Me raspe la misma rodilla derecha, no hubo tanta sangre, pero la recuerdo mucho, porque el que me ayudo a levantar fue un SDF (persona sin domicilio fijo) que se veía aterrador, pero que sin embargo fue muy amable.

La tercera caída memorable, tiene un dato onírico, digamos. Dos noches antes había soñado que viajaba a visitar mi familia a Colombia, durante un paseo alguien me daba un tiro en la rodilla izquierda, cuando yo comenzaba a llorar mi mamá me advertía que no fuera tan melindrosa y se ponía rápidamente a sacarme la bala de la rodilla, como si estuviera sacándome una piedra insertada, la visión fue impresionante. Al día siguiente llegué al trabajo a contarles mi sueño y al día siguiente llegué con la rodilla derecha goteando sangre, mis amigas me miraron anonadadas. Me había caído siguiendo bus que apenas salía de la parada, también durante un verano.

Hace algo como un mes, ya aquí en Bogotá, saliendo del trabajo me encontré con mi amiga Laura, no lo habíamos planeado y nos dio mucho gusto ese gesto del azar, empezamos a caminar hacia el norte y nos sentamos en el parque nacional a hablar de lo mismo de siempre: nuestros enamoramientos tontos. Después decidimos ir a tomar algo y pasando la calle 39, me fui de bruces, de jeta contra el planeta. No está muy claro el suceso, el tobillo dudo, se torció y me raspe la siempre tradicional rodilla derecha. Nada dramático, una costra de una semana y ya está.

Hasta la caída de anoche, que fue estrepitosa y sangrienta, pero nada tan grave como para haber salido al hospital. Eran las diez de la noche de un viernes, iba caminando a atravesar la calle 59 sobre la séptima. En Bogotá ese es un lugar muy concurrido por su proliferación de bares y es muy normal encontrar estudiantes y jóvenes y a decir verdad gentes de toda índole, paseándose de norte a sur buscando el sitio ideal para pasar la velada, la noche, la jinchera. No sé qué pasó, sé que no me tropecé, sé que no se me enredaron los pies, solo recuerdo haber sentido que mis piernas flaquearon, trate de mantener airosa el equilibrio pero ya era demasiado tarde y solo me quedo caerme, con ambas rodillas al piso y las manos haciendo lo que pudieron para salvar el rostro. Trate de sentarme y ver qué había pasado, trate sobre todo de contener las lágrimas, estaba en esas cuando la gente se empezó a agolpar a mi alrededor y a preguntarme que había pasado. Dos chicas me ayudaron a levantarme y un hombre me dijo que ya no bebiera más que la noche había terminado para mí. –No, no tomé nada.- Era cierto, acaba de salir de un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, este fue sin duda exaltador, inspirador, etc, pero nada como para decir que yo me había embriagado tanto que forzosamente hubiera tenido que terminar abrazando el piso. Y sin embargo así fue. Las medias rotas, las rodillas sangrantes, una mano raspada, la otra abierta, mucho dolor, muchas, muchísimas ganas de llorar.

Una vez pude empezar, una vez pudieron las lágrimas correr, ya no paré. Empecé a recordar todas mis caídas, me dí cuenta de que mi canción favorita de estos días se llama “The fall”, es una canción de un dúo llamado Rhye, cuya música me parece una puerta para salir de aquí y quedarme un rato –uno que me gustaría extender ilimitadamente- en otra parte.



The song is gone
Fell into the fall
But I don't want it this way
Why can't you stay?

Hace tres años cuando caí de aquella cicla cerca a  los rieles del tranvía, mi banda sonora era “Bruises” de Chairlift. Estaba, sin remedio, enamorada de un chico por el cual, como dice la canción hacía y hacía maromas para que el nada viera y solo terminara yo llena de moretones.


I tried to do handstands for you
I tried to do headstands for you
Everytime I fell on you, yeah, everytime I fell
I tried to do handstands for you
But everytime I fell for you
I'm permanently black and blue, permanently blue for you.

Recordar estas sincronías, me recordó aquello que ya tan sabido es. En inglés como en francés el verbo enamorar, depende del verbo caer. “Fall in love”, “tomber amoureux”. En estas lenguas, para enamorarse hay que caerse. Las caídas reflejo de la torpeza, de la irracionalidad, creo yo, porque por más que trate de explicarme como he hecho para caer, no tengo explicaciones muy claras al respecto, no sé porque mis piernas flaquearon, no sé porque perdí la fuerza sobre el manubrio, no sé porque no veo las cosas. No elegimos las caídas, llegan aparatosas y molestas para hacernos sentir ridículos, indefensos y con los ojos llenos de lágrimas. No importa cuánto tratemos de vernos airosos y elegantes tras una caída, está siempre será ridícula y hasta graciosa para algunos. Tanto como lo es enamorarse, no hay muchas explicaciones, no hay argumentos válidos en nuestras elecciones, porque definitivamente no son nuestras elecciones, no elegimos a alguien con agenda en mano, con listado de preferencias en mano. Todo lo contrario, siempre es alguien remoto e insospechado. Sin duda, es el dios de la torpeza quien elige, el mismo que le ordena a mis piernas flaquear o mirar a ese que debí completamente ignorar.

No caigo enamorada tanto como me caigo en el piso. Sin embargo, como soy una romántica inexcusable, y como me gusta hallar sincronías en todos los hechos inconexos de la vida, he escrito esto, como para tratar de explicar un poco la insistencia de mi torpeza. Pienso entonces que en realidad, mis caídas amorosas, no han tenido mucho de caídas… Yo sí he elegido a esos mequetrefes (con todo el respeto que ustedes se merecen eminentes señores). Los busco entre una multitud y digo ¡Tú! Si tu allá! Ese, si, ese gafufo flacucho con cara de perdido, tu eres,  tu eres el que yo quiero. Es como si de alguna forma, eligiera una forma de caer digna de ser contada, una “novelable”. Como mis caídas que todas ameritan ser contadas. Pienso que me gusta mi torpeza, y que pese al dolor a mí me gusta caerme, en medio de una escena precisa para mí, pero incógnita para otros, solo para deleitarme escribiendo esto, pese a la ridiculez del hecho. Así de torpe soy.
Solo espero que no haya caídas fulminantes, que estas historias no incluyan hospitales, fracturas y escayolas. Solo espero caer enamorada, caer por la elección del dios de la torpeza y que ya no me deje ningún otro dios elegir a mí, que ya tanto me he equivocado.


Bueno, hora de la curación. Hasta pronto!

viernes, 28 de febrero de 2014

Molly se comió la Teoría de la Novela de Georg Lukács

En el año 2004, iniciaba mis estudios en la romántica licencia de Filología Francesa (digo “romántica” porque su título inspirador distaba mucho de la realidad.) Ese año también había logrado olvidar al primer amor. Sin embargo lo más importante que ocurrió en 2004 fue que Molly llegó a la casa. Fue un rayo de sol,  y en Bogotá -la Bogotá que yo recuerdo-  los rayos de sol son bendiciones. Molly me reveló una dimensión de la vida que yo creo había de alguna forma intuido antes pero no asimilado, una dimensión donde la vida es eso no más, vida. Una vida sin adjetivos.
Se echaba a tomar sol durante horas, sus jornadas de acicalamiento no tenían horizontes, y la contemplación natural de todo evento (todo le resultaba un evento) la capturaba permanentemente. Molly estaba viva y no más. ¿Sucia? Si, efectivamente. ¿Gorda? No mucho. ¿Tristezas o penas? Unas cuantas angustias matinales cuando todos nos íbamos de casa, pero nada que pudiera alejarla de su empeño simple de solo estar ahí.

Ocurrió entonces que un día tuve que salir de prisa porque llegaba tarde a “Teoría literaria I”. Deje unos cuantos libros que había sacado de la Luis Ángel tirados sobre mi cama porque no me dio tiempo de ordenarlos. Pasó que no tuve tiempo de ocuparme de Molly. Durante la primera mitad del año habíamos pasado mucho tiempo juntas, fue un semestre en el que me ocupe de inspeccionar entre varios de mis intereses mientras escribía el trabajo de grado de mi anterior licencia. Dicho de otra forma, vagaba. Vagaba y pasaba mucho tiempo con Molly, y es que pese a que cuando llegó fui yo quien insistió en que tenerla en la casa iba a ser muy engorroso, terminé siendo su compañera más próxima. Todos se iban a trabajar o a estudiar y yo me quedaba con ella, leyendo, imbuidas en la música y el reposo, a veces salíamos y dábamos largas caminatas por el bosque. Fue así hasta que entre a estudiar esa otra licencia en filología francesa y la rutina se rompió, cada mañana salía temprano y regresaba hasta la noche. Molly debió resentirlo y esa mañana devoró uno de los libros que estaban sobre la cama.

Era la Teoría de la Novela de Georg Lukács. La noche anterior lo había ojeado emocionada, Lukács instalaba a la novela en un plano que yo a mis veintiún años no había contemplado nunca, decía cosas como que la novela era “la epopeya de un mundo sin dios”. Era para Lukács la herramienta que tiene “el hombre moderno para enfrentar la desilusión, a una disonancia fundamental, a la inadecuación entre una realidad insostenible y un deseo de plenitud” (la traducción es mía). Lukács, como Barthes confirmaba mi  idea de que la literatura va mucho más lejos de representar la realidad. Ella es en sí, otra realidad. Y teorizarla, analizarla, desglosarla, es  una actividad engorrosa e inútil. La literatura es para leerla o escribirla, pero todo otro empeño con ella debería ser considerado degradante. Perdón, digamos mejor solo, triste. Queridos, Todorov, Genette, Kristeva (pero sobre todo Genette), su trabajo me parece triste.

El tiempo pasó. Terminé la licencia en filología, viajé e inicié una maestría. Uno de los requisitos para obtener el título de esta era escribir una memoria en literatura comparada. Fue una labor que entre la procrastinación –tan ponderada por estas fechas- y las otras actividades varias que debe desempeñar una estudiante en un país extranjero para sobrevivir, se extendió por dos años. Pase el último verano, frente a la pantalla del computador, diciendo qué dicen los que dicen saber de algo que es –creo yo- completamente ajeno a cualquier teorización: la experiencia de vida. La simpleza de la vida, la simpleza de hechos que acontecen sin explicación o con muchas explicaciones, solo amerita la complejidad del relato, de la versión, de la ficción que se genera en el recuerdo de lo poco. Pero, tratar de ponerle nombres, tratar de clasificarla, de asignarle categorías, jerarquías, etc… Es quitarle la pulsión, la locura, el frenesí. Hemos declarado que entender un fenómeno es asignarle un adjetivo (sin estar aún muy conscientes que las palabras son solo convenciones –dulces convenciones- pero en todo caso de valor arbitrario), asignarle un lugar –clasificarlo-, interpretarlo, teorizarlo, analizarlo, pensar, pensar y más pensar, utilizar esa herramienta que acordamos valorar sobre todas las cosas: la razón. Y no voy a negar que funciona, que ha funcionado, sí, pero también quiero aseverar que hay otras formas, otras rutas que también deben funcionar: la de Molly, la de los animales, la de los seres vivos que están vivos y no más.

Por eso recordé eso, que Molly se había comido la Teoría de la Novela de Lukács. Y ocho años después, lo interpreté como un signo: la simpleza de la vida, la fuerza de lo natural había destrozado la teoría de la novela. Hay que comerse las teorías, destrozarlas. No estudies maestrías, no hagas extensos ensayos, cuadradas dissertations, no escribas mémoires ni trabajos de grado. Cosas pesadas, pesadísimas, que afortunadamente no cupieron en mi maleta al regresar. Cuando terminé los últimos párrafos, dije, ya está Molly, esta vez te haré caso, ya no volveré a caer en la trampa de escribir sobre lo que ya está más que dicho, sobre lo que es y punto.


jueves, 20 de junio de 2013

La tercera carta

La tercera carta decía algo así:
Los despropósitos, los actos sin eco, los gestos anónimos. Todo aquello cuya voluntad caduca antes de llegar a cualquier objetivo, o mejor cuya voluntad está en el trayecto y no en el arribo. Todo aquello es mi motor, mi razón, mi gusto, mi argumento. 
La belleza de los actos efímeros y minúsculos. La estética de lo fugaz y lo caprichoso. Dejar de añorar glorias futuras, laureles y trofeos, el título, la cima... el triunfo. 
¿Para qué?  
Ya hay tanto aquí y ahora, y se va tan rápido. Yo quiero esto, esto que se va, pero que no se acaba nunca. 

El correo postal francés destruye todo aquello que sin tener un remitente y habiéndose perdido y no sea un documento oficial o un cheque. Mis pobres cartas perdidas ¿a dónde habrán ido a parar?
A veces me las imagino suertudas, cayendo en las manos de algún cartero -que deshonrando el hábito francés de no hablar ninguna otra lengua- lee muy bien el español. Y lo imagino a él, imaginándome a mi, la prisa de mis dedos, la ansiedad de la palma, el pulso que trata de no forzar el error inminente. Ese cartero imaginario, imaginandose todas esas cosas bonitas que tiene la escritura. La escritura sobre papel, digo. 
Pero que va!
Yo aunque me cueste mucho, logro ser realista y las sé rasgadas, trituradas, hechas tiritas. Ese es el destino de las cartas de amor anónimas, y es por eso amiguitos que no se deben escribir tales cosas, mejor, enviar tales cosas. 

lunes, 17 de junio de 2013

Estúpidas cartas de amor...

Como dije esas cartas, de puño y letra se perdieron. Una verdadera pena, pero más pena aún si hubieran llegado. Si así hubiese sido, en estos momentos yo estaría pagando escondederos a peso, y es que amiguitos, no le escribamos cartas de amor a desconocidos, o bien escribámoslas pero no intentemos entregarlas, por caridad, no nos hagamos ese mal. Invirtamos todo ese rídiculo en empresas más altruistas, como, hacer reír a ese pobre amargado que no le encuentra sentido a la carcajada, como, demostrarle a ese pesimista que por más que el crea estar mal, siempre se puede estar peor.

Yo en todo caso, y porque es uno de mis hábitos más preciados, no escuche mis propios consejos y las escribí y (oh helas!) trate de enviarlas, pero quiso la buena Providencia, salvarme de un descalabro atroz y las cartitas se perdieron, gracias a Dios!

Sin embargo y para que constaten ustedes lo disparatado de mi empeño, registro aquí algunos fragmentos de estas cartas.
(Amiguitos... no hagan esto en sus casas, es altamente ridículo y sin sentido.)

La primera carta empezaba con algo así:

"Siempre quise enamorar a alguien a punta de cartas de amor. Tomar a un perfecto desconocido, del que debía al menos conocer ciertas cosas básicas: Sus ojos, su voz, su aire, y su dirección por supuesto."
En la segunda, me ponía la tarea de responder preguntas, que asumía yo, mi destinatario se estaba haciendo (cosa que por supuesto, no ocurría)

"¿Cómo soy? Soy un punto negro, minúsculo, redondo, negro. ¿Por qué te escribo? En una película bastante particular ("Holy Motors" de Leos Carax), cuando a un personaje le preguntan porqué realiza tal o cual acción disparatada éste responde "Por la belleza del gesto", porque imagino muy feliz la suerte de recibir una carta de amor, de ser querido porque si, sin ninguna espectativa o demanda, porque no me quiero atorar, en ultimas te escribo porque quiero provocarte, depronto, una sonrisa, no más. ¿Por qué me gustas? Porque miras de frente, sonríes y tienes un aire ligero y tranquilo..."
La tercera carta dejemosla en el tintero, que no os quiero aburrir, queridos míos... (Pero ¡la tercera era mi preferida!)


sábado, 15 de junio de 2013

Linealidad



La historia es simple. A una chica A le gusta un chico B. A  pudo haberse acercado a B y decir, ¿tomamos un café?

                                     
B pudo responder, si


O, B pudo haber dicho: no, gracias. En cuyo caso:



En cualquiera de los dos casos, para este momento A ya sabría qué desenlace tendría la historia, y el relato sería breve, como vimos. Pudo haber sido que,
Idealmente, AB o,
A = B, una bonita amistad o
A + B, una de esas cosas que tienen un resultado inesperado, o fatídicamente
A - B o, aún peor:
B - A  y qué me dicen si
A / B y nos ponemos todos a llorar, o
A x B y ahí sí que Dios nos ayude!
Sin embargo, lo que tenemos es que esta chica A tiene ciertos inconvenientes con la linealidad, entonces lo que A, hace es:


A A le parece más pertinente enviarle cartas de amor anónimas que hablarle directamente. A no considera, por ejemplo, que sea meritorio acercarse a B, todo lo contrario A cree que sería una torpeza de su parte, porque A cree intuir que B no siente ningún interés hacía ella y que aparte B siente cierta molestia frente a su presencia. Ustedes, desde luego, pensarán que a) la chica es muy tímida, b) A es una loca paranoica, c) tiene miedo. El primer caso no es acertado, A puede entablar conversaciones con otras personas sin mayor dificultad (aparentemente). Segundo, si, de alguna forma podríamos afirmar que A tiene un problema de egocentrismo acentuado (estos textos son prueba de ello). Y tercero, absolutamente, nuestra pobre A preferirá tirarse a los rieles del metro con tal de no entablar una conversación normal con B.

Así que como decíamos A prefiere enviar cartas de amor, en las que no firma, en las que habla de ella sin decir lo evidente, en las que dice mejor, lo más auténtico pero lo que no revela sino a los amigos de siempre. Y envía no una, sino tres cartas. Tres cartas con su caligrafía preciosista, tres cartas en las que de puño y letra pretende transmutar vida y sentimiento sobre una hoja de papel, tres cartas que escribe en medio de un delirio absurdo porque apenas si conoce a B (lo cierto es que a A le gusta mucho B). Pasa, en todo caso, que las cartas se pierden, por azar o por torpeza más bien. A pudo haberlas reenviado, pero ve en ese extravío una señal, un signo claro de que toda esa empresa está perdida, de que B es completamente inalcanzable y de que lo mejor es que se olvide de él. Piensa que muy seguramente



Y que incluso,
BC
Entonces trata de olvidarlo, pero pasa lo contrario. Empieza a verlo más seguido, voluntaria o involuntariamente, y cada vez que lo ve el gusto se incrementa, y en la misma medida que éste aumenta la distancia se hace más grande,


o...

Y ahora mismo A sabe que la solución es,


Hasta aquí va la historia, no es tan simple, ni tal lineal y ni siquiera parece tener un final, pero ameritaba contarla...


jueves, 13 de junio de 2013

Mi elección: Un relato épico.

Los relatos épicos contienen siempre una gesta heroica, un gran desafío se le presenta al protagonista, éste debe enfrentarlo inminentemente, no puede de ninguna forma evadirlo o ignorarlo. Por lo general esta empresa conlleva un viaje, un largo camino lleno de obstáculos, que bien pueden significar la muerte – Perseo se enfrenta a la Medusa a riesgo de ser petrificado-, o que bien pueden significar la resignación y el estancamiento – Ulises encuentra a Calipso y seducido por sus encantos se queda en Ogigia siete años -. No solo encuentra obstáculos, también amigos, Sanchos, Mercurios, hadas, brujas complices, el favor de unos y de otros, milagros y azares inesperados.
En las historias clásicas, el héroe solía ser un hombre armado de nobleza y buena voluntad, gallardía creo que se le dice, la literatura de hoy nos trae más bien eso que se llama anti-héroe, gentes sin norte, pobres almas perdidas, tramposos y peligrosos, que al final –al final de un largo trayecto de redención- revelan su secreta magnanimidad, puede claro, que la revelen durante todo el relato y en pequeñas dosis que nos hablen de su humanidad. Y es que los protagonistas modernos, no son hijos de dioses, ni ahijados siquiera, los modernos están chiflados y emprenden gestas imaginarias, los modernos revelan su humanidad sin tanta trascendencia y en medio de la maldad y el desatino -Juan Pablo Castell asesina a María Iribarne de puro amor-,  en medio de lo grotesco también -García Madero recibe un “guaguis” de una mesera en la parte trasera de una cafetería-, en medio de lo absurdo –Florentino Ariza espera toda una vida a su primer amor-, en medio de la desazón y el aburrimiento – Emma Bovary camino de la catástrofe total- y en medio de la nada, del total abrupto – la madre de un hombre (Mersault) muere y este no puede precisar cuándo, Joseph K es arrestado sin razón alguna, Bartleby se niega a realizar cualquier acción, solo porque “prefiere no hacerlo”-.
Quizá a causa de la humanidad de los héroes modernos sus proezas no nos parezcan tan remarcables. Sin damisela en apuros, sin batallas de años, lo épico parece diluirse, la nueva aventura se nos muestra oscura, algo nos indica que al final no todo será flores y laureles, como en las historias clásicas o medievales, algo nos presenta la paradoja, el viaje es introspección, pero sigue estando presente, los elementos no varían tanto como podemos llegar a pensar, hay un giro y puede que todo parezca mucho más trágico, pero en realidad, hay mucho más humor, y también hay triunfos, no los que esperábamos, no, son más bien ironías, sarcasmos.
El relato épico cuenta siempre con una o varias historias de amor, estás son la fuente de inspiración, pero también la fuente de las desgracias, el amor distrae al pobre héroe, lo tortura y lo engaña, lo somete a una ceguera tonta. El amor es motivo y obstáculo. Este relato, por supuesto es prueba de ello.

De fragmento en fragmento mi relato será completo, no le faltarán héroes, viajes, amigos, milagros, desatinos, absurdos, desazones, despropósitos, paradojas, historias de amor y más tonteras. Una vez más bienvenidos.