En el año 2004, iniciaba mis
estudios en la romántica licencia de Filología Francesa (digo “romántica”
porque su título inspirador distaba mucho de la realidad.) Ese año también
había logrado olvidar al primer amor. Sin embargo lo más importante que ocurrió
en 2004 fue que Molly llegó a la casa. Fue un rayo de sol, y en Bogotá -la Bogotá que yo recuerdo- los rayos de sol son bendiciones. Molly me
reveló una dimensión de la vida que yo creo había de alguna forma intuido antes
pero no asimilado, una dimensión donde la vida es eso no más, vida. Una vida
sin adjetivos.
Se echaba a tomar sol durante
horas, sus jornadas de acicalamiento no tenían horizontes, y la contemplación
natural de todo evento (todo le resultaba un evento) la capturaba
permanentemente. Molly estaba viva y no más. ¿Sucia? Si, efectivamente. ¿Gorda?
No mucho. ¿Tristezas o penas? Unas cuantas angustias matinales cuando todos nos
íbamos de casa, pero nada que pudiera alejarla de su empeño simple de solo estar ahí.
Ocurrió entonces que un día tuve
que salir de prisa porque llegaba tarde a “Teoría literaria I”. Deje unos
cuantos libros que había sacado de la Luis Ángel tirados sobre mi cama porque
no me dio tiempo de ordenarlos. Pasó que no tuve tiempo de ocuparme de Molly.
Durante la primera mitad del año habíamos pasado mucho tiempo juntas, fue un
semestre en el que me ocupe de inspeccionar entre varios de mis intereses
mientras escribía el trabajo de grado de mi anterior licencia. Dicho de otra
forma, vagaba. Vagaba y pasaba mucho tiempo con Molly, y es que pese a que
cuando llegó fui yo quien insistió en que tenerla en la casa iba a ser muy
engorroso, terminé siendo su compañera más próxima. Todos se iban a trabajar o
a estudiar y yo me quedaba con ella, leyendo, imbuidas en la música y el
reposo, a veces salíamos y dábamos largas caminatas por el bosque. Fue así
hasta que entre a estudiar esa otra licencia en filología francesa y la rutina
se rompió, cada mañana salía temprano y regresaba hasta la noche. Molly debió
resentirlo y esa mañana devoró uno de los libros que estaban sobre la cama.
Era la Teoría de la Novela de Georg Lukács. La noche anterior lo había
ojeado emocionada, Lukács instalaba a la novela en un plano que yo a mis
veintiún años no había contemplado nunca, decía cosas como que la novela era
“la epopeya de un mundo sin dios”. Era para Lukács la herramienta que tiene “el
hombre moderno para enfrentar la desilusión, a una disonancia fundamental, a la
inadecuación entre una realidad insostenible y un deseo de plenitud” (la
traducción es mía). Lukács, como Barthes confirmaba mi idea de que la literatura va mucho más lejos
de representar la realidad. Ella es en sí, otra realidad. Y teorizarla,
analizarla, desglosarla, es una
actividad engorrosa e inútil. La literatura es para leerla o escribirla, pero
todo otro empeño con ella debería ser considerado degradante. Perdón, digamos
mejor solo, triste. Queridos, Todorov, Genette, Kristeva (pero sobre todo
Genette), su trabajo me parece triste.
El tiempo pasó. Terminé la
licencia en filología, viajé e inicié una maestría. Uno de los requisitos para
obtener el título de esta era escribir una memoria en literatura comparada. Fue
una labor que entre la procrastinación –tan ponderada por estas fechas- y las
otras actividades varias que debe desempeñar una estudiante en un país
extranjero para sobrevivir, se extendió por dos años. Pase el último verano,
frente a la pantalla del computador, diciendo qué dicen los que dicen saber de
algo que es –creo yo- completamente ajeno a cualquier teorización: la
experiencia de vida. La simpleza de la vida, la simpleza de hechos que
acontecen sin explicación o con muchas explicaciones, solo amerita la
complejidad del relato, de la versión, de la ficción que se genera en el
recuerdo de lo poco. Pero, tratar de ponerle nombres, tratar de clasificarla,
de asignarle categorías, jerarquías, etc… Es quitarle la pulsión, la locura, el
frenesí. Hemos declarado que entender un fenómeno es asignarle un adjetivo (sin
estar aún muy conscientes que las palabras son solo convenciones –dulces
convenciones- pero en todo caso de valor arbitrario), asignarle un lugar
–clasificarlo-, interpretarlo, teorizarlo, analizarlo, pensar, pensar y más
pensar, utilizar esa herramienta que acordamos valorar sobre todas las cosas:
la razón. Y no voy a negar que funciona, que ha funcionado, sí, pero también
quiero aseverar que hay otras formas, otras rutas que también deben funcionar:
la de Molly, la de los animales, la de los seres vivos que están vivos y no
más.
Por eso recordé eso, que Molly se
había comido la Teoría de la Novela de Lukács. Y ocho años después, lo
interpreté como un signo: la simpleza de la vida, la fuerza de lo natural había
destrozado la teoría de la novela. Hay que comerse las teorías, destrozarlas.
No estudies maestrías, no hagas extensos ensayos, cuadradas dissertations, no escribas mémoires ni trabajos de grado. Cosas
pesadas, pesadísimas, que afortunadamente no cupieron en mi maleta al regresar.
Cuando terminé los últimos párrafos, dije, ya está Molly, esta vez te haré
caso, ya no volveré a caer en la trampa de escribir sobre lo que ya está más
que dicho, sobre lo que es y punto.
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